martes, 17 de marzo de 2009
WATER MUSIC
Mi abuelo era radioaficionado y el escritor estaba interesado en ese mundo. Por casualidad, una noche cruzaron frecuencias. Desde ese día las sesiones de diálogo comenzaron a extenderse hasta el amanecer.
La historia sucede en el pueblo del viejo. Borges se entera de ella en un viaje que tiene como motivo brindar una conferencia sobre un errático borrador del Martín Fierro que se había encontrado en una aislada pensión del Sur.
En esa ocasión, un aviador que al poco tiempo desaparece le cuenta los sucesos. Este ser enigmático entretuvo al escritor durante un par de horas. De regreso, la monotonía del viaje en tren a la capital federal terminó de redondear la narración de los hechos.
Cuando mi abuelo comenzó a escuchar el relato y a las interferencias platedas que lo hacían más veraz sintió que mucha gente se estaba perdiendo algo importante. Es probable que por esa razón me haya dejado un cuaderno de anotaciones con casi todas las narraciones que había escuchado durante esas noches. Es el gesto de la sangre que recupera las palabras que ahora son duplicadas por mí.
Me contaron una historia que sucedió cuando Río Negro todavía no era provincia y en las aguas del río se sembraban algunos cuerpos para alimentar cangrejos. Me contaron la historia de un asesino. Me refiero así al vacío. Sólo los jueces y los médicos pueden hablar de la muerte con cierta distancia científica. Este era el juez que escuchó la narración de los hechos que puedo calificar, amigo, de musicales:
En la vida real la acción más parecida al relato anónimo es la del crimen perfecto. Es un relato sin autor, lleno de magia, que lleva al investigador a perderse en conjeturas. Entonces, dijo, la única conclusión: un crimen develado es el descubrimiento del relato íntimo de un asesino. Es el descubrimiento de un sueño. Es haber establecido el relato del asesino sin que él sepa que ya ha sido descubierto. Lo demás es venganza, es realidad. Y la venganza sólo tiene sentido cuando uno está despierto le dijo Borges a mi abuelo que escuchaba el relato en el galponcito de las herramientas donde además tenía la radio y tomaba un cafecito con fernet.
Nadie ve desembarcar al que sueña, nadie ve el fango sagrado. No es perceptible el hombre que en el río asesina. ¿Usted ha escuchado a Handel? preguntó. Contestó que no. ¿Usted ha navegado por el río? Sí, contestó mi ancestro. Entonces, dijo el escritor, usted conoce a Handel. No es la condición excluyente navegar el Támesis. Un río es todos los ríos, aunque nunca se reconozca a sí mismo. El nombre y el continente son los detalles circunstanciales de esta historia.
Mi abuelo escuchaba y bebía bajo el frío clásico de las noches del sur patagónico tocado por la voz lejana y gris del anciano que contaba. El era parte del relato. Y toda la ciudad ya lo conocía, pero contado así era extraño y parecía renovado en la lejanía crocante de las interferencias de la radio.
El juez fue enviado por el estado federal. Para crucificar al infeliz público que tejía su red invitando a la gente a navegar en la lancha de la gobernación que era de madera coloreada, si se me permite el matiz, con barniz marino alemán. Un toque altisonante de líneas beteadas blancas y rojas. Un sillón y un bar, la lancha de la gobernación.
Y al lado, navegando por la desembocadura del Río Negro, cerca de ellos, de los pejerreyes, lisas y toninas, la otra embarcación, con toda la banda de la Policía del Territorio que ejecutaba de manera agresiva, en la mitad de la tormenta de los domingos de agosto mientras las olas inclementes sarandeaban el casco como si fuera de papel de arroz, la Música Acuática.
Por supuesto muy mal y algo desafinada, irreconocible. Pero lo que importa es el gesto de imitación a esa monarquía esplendorosa que se volvía a percibir en el futuro.
Imagínese, señor, la Música Acuática en el Río Negro, como en el Támesis, ejecutada por la Banda de la Policía, totalmente maníacos, temblando por el frío impersonal. E imagínese a los guardaespaldas delante de todos los ahí presentes cuando agarraban al invitado de turno y lo abandonaban en la mitad del estuario como si fuera un pez que recobraba la libertad. Como si fuera el objeto del perdón debido a Handel.
Ahí va el pez libre- dijo.
Para eso mandaron al Juez de Buenos Aires. Para que el mandatario deje de liberar peces, que mientras la banda ejecutaba comenzaban a darse cuenta de que el mejor homenaje que se podía hacer a un enemigo era sepultarlo vivo bajo las aguas furiosas e inocentes y sin voluntad del estuario.
Para éso lo mandaron, para que los niños no siguieran encontrando entre los juncos a los peces muertos que tenían los ojos secos de tanto mirar las pinzas de los cangrejos, para terminar con esa extraña combinación entre la Patagonia y Handel. Y para que desmantelara a la Música Acuática que tanto agradaba.
Cuando se lo llevaron al manicomio sacó una mano para saludar desde abajo del periódico La Nueva Era y las esposas brillaron bajo la luz que se rotulaba en el metal. Al tiempo se escapa de manera misteriosa y nunca más se sabe de él. Igual que aquel aviador que me refirió esta historia hace muchos años.
El relato ya era conocido en el pueblo. Todos casi fuimos peces- pensó mi abuelo y bebió el último sorbo de café con fernet. Luego, antes de apagar el equipo escuchó con deleite el sonido gris y crocante de la noche que emergía por el parlante de veinte wats.